MAYORES DE 18 AÑOS

lunes, 29 de noviembre de 2010

Sentir, vivir

Una vez estuve muerta. Hace ya unos años. Me había empeñado en vivir una vida que parece ser que no era la que me tocó en el sorteo. Me había empeñado en hacer un plan detrás de otro, y luché y luché por conseguir aquello que me había propuesto. Me di una y otra vez de cabeza contra la pared, y con cada nuevo cabezazo una parte de mi alegría y de mi ilusión moría. No, el sueño americano sólo es un sueño, visiones irreales de futuro en un mundo inexistente. Es curioso, porque en realidad yo no pedía nada especial, yo sólo quería lo que quiere el común de los mortales: un trabajo, un marido que me amara y me lo demostrara, una casa, unos hijos, un coche, una vida más o menos agradable. Pero no era eso lo que la vida me destinaba. A mí me tocó en suerte una carrera de obstáculos desde que me casé. Como he dicho antes, un contínuo darme de cabezazos contra las paredes. Y con tanto cabezazo, al final acabé casi en coma. En coma emocional. Primero fue apatía, luego tristeza, y finalmente una absoluta indiferencia. Estaba muerta en vida, y eso es lo peor que le puede pasar a una persona. No sentía nada, me daba todo igual, me importaba una mierda lo que pudiera pasar a mi alrededor. Estaba muerta, enterrada en un ataud emocional cubierto de tierra formada por montones de desilusiones. Lo único que me ataba mínimamente a la vida era el sexo, pero tampoco es que hubiera mucho sexo en mi vida en ese momento. El sexo era lo único que me daba algo de alegría, algo de calor, no sólo a mi piel, sino a mi corazón. Creo que si no hubiera sido por esos pequeños momentos de alegría, me hubiera dejado morir de verdad. Nunca dejé de sentir deseo por mi marido ni en los peores momentos de mi depresión, quizá porque nunca tomé medicamentos contra ella. Cuando por fin llegué al final del pozo, lo cual me costó unos cinco años, me di cuenta de que sólo podía hacer dos cosas, o remontaba y salía del pozo, o me quedaba ahí en el fondo y me dejaba morir definitivamente. Reaccioné, entendí que estaba físicamente viva, que la vida era un regalo y que hay que VIVIR, con cada célula del cuerpo, con cada gota de sangre, con cada poro de la piel. Comprendí cuál era el camino que me había llevado hasta esa situación. Entendí que mi cabeza me había llevado hasta donde estaba. Pensar demasiado, planificar demasiado, rebelarme contra los golpes de la vida, no había hecho más que agotar mi fuerza interior. Me sentí con ganas de VIVIR otra vez, de sentir, aunque fueran cosas malas. Era mejor sentir dolor que no sentir nada, quería oler, quería saborear, mirar, escuchar, tocar, amar, gozar del placer, gozar del dolor, SENTIR, SENTIR, SENTIR, SENTIR... VIVIR, aunque me dejara la piel en ello. Me hice la firme promesa de que jamás me negaría a sentir lo que la vida me ofreciera, y decidí no hacer planes nunca más. Me tiré de cabeza al río y me dejé acariciar por la corriente, me dejé llevar mecida cómodamente por las aguas, y por fin fui feliz.
No tenía casi nada de lo que había soñado, pero me daba lo mismo. Ya no le pedía nada a la vida, pero me mantenía con los sentidos bien despiertos para aprovechar lo que me ofrecía, dentro de mis posibilidades. La vida es hermosa, sólo hay que saber verlo y dejarse llevar.